“El nivel del agua ya llega por encima del pecho de los espeleólogos y sube cada vez más deprisa. Si el equipo de rescate no interviene enseguida, los ocho hombres morirán en menos de media hora. Pero ¿qué puede hacer el equipo de rescate? No hay modo de sacar a los hombres a tiempo, ni de detener el flujo del agua. La única opción es desviar el agua hacia una gruta menor cercana. Pero en ella se encuentran los dos espeleólogos que se ha separado del grupo principal atrapado: y están a salvo, esperando pacientemente que los rescaten. Desviar el curso del agua inundará la gruta menor en unos minutos y los dos hombres que están allí se ahogarán. ¿Qué debe hacer el equipo de rescate, pues? ¿Cruzarse de brazos y dejar morir a los ocho hombres, o salvar sus vidas al precio de las de sus dos colegas espeleólogos?”
Un dilema horrible y difícil de resolver. Supongamos que sólo existen dos posibilidades: desviar el flujo de agua, lo cual representa una intervención deliberada que causa la muerte de dos personas que de otro modo conservarían sus vidas; y sentarse y no hacer nada, lo cual permite que mueran ocho personas que podrían haberse salvado. Aunque la última opción es más grave desde el punto de vista del número de vidas perdidas, a muchos de nosotros nos da la impresión de que es peor actuar de un modo que provoca la muerte de alguien que dejar que mueran por efecto de nuestra pasividad. Como era de prever, la presunta diferencia moral entre lo que hacemos y lo que permitimos que ocurra- la llamada doctrina de los actos y las omisiones- divide a los autores que teorizan sobre cuestiones éticas. Quienes insisten en que el valor moral de un acto debería juzgarse estrictamente a partir de sus consecuencias rechazan la doctrina; en cambio, suelen apelar a los filósofos que hacen hincapié en la propiedad intrínseca de determinado tipo de acciones, y en nuestro deber de llevarlas a cabo con independencia de sus consecuencias.
Jugar a ser Dios. Por más firmes que sean nuestras convicciones en estos casos, a medida que examinamos con atención la distinción se va haciendo cada vez más imprecisa. La mayor parte de su atractivo, sobre todo en un asunto como la vida y la muerte, se debe a nuestro temor de “estar jugando a ser Dios” al hacer activamente las cosas: al decidir quién debe vivir y quién debe morir. Pero ¿en qué sentido propiamente moral “sentarse y no hacer nada” es, de hecho, no hacer nada? No actuar es una decisión, tanto como actuar, de modo que en tales casos no parece que tengamos otra elección que jugar a ser Dios. ¿Debemos morar con peores ojos a los padres que escogen ahogar a sus hijos en el baño que a los que deciden no alimentarlos y dejarlos morir lentamente de hambre? Las sutiles distinciones entre matar y dejar morir parecen grotescas en estos casos, y nos costaría mucho decir que la “omisión” resulta en algún sentido menos reprobable que la “acción”.
La presunta distinción moral entre cosas hechas y cosas consentidas a menudo se invoca en cuestiones éticas médicas sensibles, como la eutanasia. En este caso suele establecerse una distinción entre la eutanasia activa, en la que los tratamientos médicos apresuran la muerte del paciente, y la eutanasia pasiva, en que la que muerte es consecuencia de la interrupción del tratamiento. Efectivamente, la mayoría de los sistemas legales (probablemente de acuerdo con nuestros instintos en este caso) recogen esta diferencia, pero sigue resultando muy difícil establecer cualquier distinción moral relevante entre, por poner un ejemplo, la administración de fármacos letales (un procedimiento deliberado) y la sustracción de fármacos para prolongar la vida (una omisión deliberada). La posición legal se basa en parte en la noción (fundamentalmente religiosa en origen) del carácter sagrado de la vida humana; pero al menos en lo que se refiere al debate sobre la eutanasia se trata sobre todo de una preocupación por la vida humana per se, con muy poca o ninguna consideración por su calidad o por las preferencias del ser humano cuya vida se discute. La ley tiene, pues, la extraña consecuencia de tratar con menos atención a un ser humano en un estado de extremo sufrimiento y angustia, que a un animal de compañía o de las granjas ganaderas en circunstancias similares.
(Dupré. Ben. 50 Cosas que hay que saber sobre filosofía. Editorial Ariel. Barcelona. 2013)