Las migraciones no son ninguna novedad en la era moderna en general; tampoco son un hecho esporádico provocado por una concatenación de circunstancias única y extraordinaria. Constituyen, en realidad, un efecto regular y constante del modo de vida moderno, con su permanente obsesión por la construcción de un orden y por el progreso económico, dos cualidades que son, por sus consecuencias, verdaderas fábricas de “personas superfluas", personas “inempleables” o intolerables en el lugar en que viven y que, por ello, se ven forzadas a buscar refugio o unas oportunidades de vida más prometedoras lejos de sus hogares.
Es cierto que los itinerarios predominantes de los migrantes han ido cambiando en función de cómo se ha ido difundiendo el modo de vida moderno desde Europa, lugar de origen de ese modo de vida, hacia el resto del mundo. Mientras Europa era el único continente “moderno” del planeta, no cesó de arrojar su excedente de población superflua sobre otras tierras todavía “premodernas” en forma de colonos, soldados o funcionarios coloniales ( se calcula que hasta un total de 60 millones de europeos abandonaron Europa para instalarse en América, África o Australia durante el momento de máximo apogeo del imperialismo colonial). Pero, a partir de mediados del siglo XX, la trayectoria de las migraciones dio un giro de ciento ochenta grados y pasó de ser centrífuga a convertirse en centrípeta en lo que a Europa se refiere. Pero, esta vez, los migrantes ya no portaban consigo armas, ni pretendían la conquista de su país de destino. Los migrantes de la era poscolonial han cambiado (y continúan cambiando) sus formas heredadas de ganarse el sustento, destruidas actualmente por la modernización triunfal promovida por sus antiguos colonizadores. Y las han cambiado por la oportunidad de construirse un nido en los huecos y los vacíos que encuentren en las economías nacionales de esos colonizadores.
Pero a toso esto hay que añadir el creciente volumen de personas expulsadas a la fuerza de sus hogares por docenas de guerras civiles y de conflictos étnicos y religiosos, o por la acción del bandidaje descontrolado, en los territorios que los colonizadores dejaron tras de sí instituidos en forma de unos “Estados” nominalmente soberanos, creados de manera artificial, y dotados de escasas perspectivas de estabilidad y enormes arsenales de armamento (armas que buscan dianas en las que hacer blanco) suministrados por sus antiguos amos coloniales. La desestabilización que, sin visos aparentes de solución, se ha instalado en la región de Oriente Próximo y Medio tras las mal calculadas e insensatamente cortas de miras (amén de reconocidamente fallidas) políticas y aventuras militares allí desplegadas por las potencias occidentales es seguramente la más notable de esas situaciones, pero dista mucho de ser el único caso de esa categoría. De hecho, una inmensa parte de África- toda la franja situada entre los dos trópicos, el de Cáncer y el de Capricornio- ha terminado transformada en una gran fábrica de producción en masa de refugiados.
Michel Agier, el más destacado investigador de la naturaleza y las consecuencias de la migración masiva, advierte que las estimaciones actuales auguran mil millones de “personas desplazadas” en los próximos cuarenta años: “Tras la globalización de los capitales, las mercancías y las imágenes, ha llegado ya la hora de la globalización de la humanidad”. Pero los desplazados son personas sin plaza propia, sin lugar que reclamar como legítimamente suyo; tal como recuerda Agier, el viaje en sí, emprendido sin que se tenga muy claro cuál será el puerto de llegada, hace que el “no lugar” termine siendo su lugar por una duración indefinida: por así decirlo, esas personas carecen de un sitio en el mundo compartido. Pero estos “no lugares” de refugiados (como son, por ejemplo, las estaciones de ferrocarril de Roma y Milán, o el Parque Central de Belgrado) están aquí, en nuestros vecindarios (los de esos “nosotros”, afortunados “nativos”, que tenemos la libertad de viajar por elección y no forzados por las embestida del infortunio). Hallarse cara a cara con tales “no lugares” en vez de verlos desde una distancia segura por las pantallas de los televisores es una experiencia impactante. Introduce en nuestra propia casa (literalmente) la turbulencia mundial, con todos sus particulares demonios. La globalización, con todos sus desagradables efectos secundarios, deja de ser algo que se queda “fuera” y pasa a estar aquí mismo, en la calle en la que vivimos o en otras muchas por las que tenemos que pasar de camino al trabajo o al colegio de nuestros hijos.
La cuestión, sin embargo, es que no tenemos mayores probabilidades de escudarnos eficazmente del infortunio global aislándonos dentro de la ansiada seguridad del territorio nacional que de evitar las consecuencias de una guerra nuclear ocultándonos en un refugio familiar. Los problemas globales requieren soluciones igualmente globales; nada más podrá quitárnoslos de encima. Dicho lisa y llanamente, dejar que el problema se encone con la esperanza de que lo haga en otra parte del mundo y no en nuestras propias calles no va a servir de nada. El remedio radical y definitivo está fuera del alcance de un país en solitario- por grande y poderoso que este sea- e incluso de un conjunto de ellos, como la Unión Europea (da igual que confinemos a los “migrantes” dentro de campamentos construidos en Europa, África o Asia, o que dejemos que desaparezcan en las aguas del Mediterráneo o del Pacífico).
(Zygmunt Bauman. Retrotopía. Paidós Estado y Sociedad. Barcelona. 2017)